miércoles, 4 de marzo de 2009

En ocasiones


En ocasiones, la vida normal se me olvida. Se me olvida lo que es coger un metro a las ocho de la mañana, se me olvidan los chillidos de la vecina del tercero en el patio de luces, se me olvida el ruido de los coches despertándome del sueño. Se me olvidan los domingos de paella en casa de mis padres, las escapadas de fin de semana a la Costa Brava, las tardes en el gimnasio, la sensación de volver de noche sola caminando por Gracia. Se me olvida lo que cuesta una peli en el cine -con sus palomitas, sus golosinas y su chocolate reglamentarios- y el café de después en el bar de la esquina para comentar la jugada. Se me olvida cómo suena el blues en directo, cómo está Plaza Calalunya por la Mercé, cómo es Barcelona en invierno. Se me olvida cómo luce un armario con ropa para cada temporada. Se me olvida cómo maquillaba mi cara, cómo caminaba con tacones, cómo me quedaban los chaquetones y las bufandas. Se me olvida el placer de tomar el primer aperitivo en una terraza con un sol de primavera recién estrenado. Se me olvida qué es no saber vivir sin teléfono móvil. Se me olvida lo que es esperar esa llamada que no llega, montar una reunión de emergencia con algún amigo y quedar desahogada. Se me olvidan los sábados noche, los domingos tarde, los lunes por la mañana. Se me olvida lo que es que recurran a mi a horas intempestivas buscando ayuda y acabar animando a esa persona urdiendo mil ideas descabelladas. Se me olvidan las tardes de confesiones, el ansia con la que esperaba aquella cena para verlos a todos, los mensajes a medianoche, los “Te quiero”, las risas en la mejor compañía, la complicidad, las miradas. Se me olvidan los abrazos de verdad, los hombros sobre los que llorar, las palmaditas en la espalda. En ocasiones -y muy a mi pesar-, se me olvida que el amor lo tengo en casa.

Vivir como vivo tiene mil cosas buenas; pero también algunas malas. Esa es una de ellas. Estar siempre de paso y cruzándote con gente que también lo está, no permite profundizar en las relaciones humanas. Lo cierto es que no me había dado cuenta de que lo echaba de menos, hasta que he vuelto a tenerlo y he caído en lo mucho que lo había echado en falta. Como dice Salinas en mi poema favorito: “Tu evidencia es el filo con que me hiere el abrazo”. Hasta que no me he fundido de nuevo en ese abrazo -sincero, verdadero, reparador- nunca había temido tanto volver a perderlo, ni me había percatado de lo mucho que lo necesitaba.

Por primera vez en mucho tiempo, me he quedado quieta. Y eso -al hilo de lo que vengo contando-, significa que me he regalado un poco de tiempo para superar la barrera de los “amigos” de copas y risas, y poder conocer a la gente con un poco más de calma. Y tras casi dos meses en la isla, he recuperado esa sensación de tener un círculo de gente en el que mi persona importa más allá de lo que haré mañana. Vuelvo a saber lo que son los besos porque sí a los que en mi vida real estoy tan acostumbrada. Los mensajes de “Gracias por haberte conocido”, los cafés con una amiga para explicarle las últimas novedades del chico que me hace gracia, las reuniones de emergencia cuando alguna de nosotras necesita una charla. Vuelvo a saber lo que se siente fundida en ese abrazo larguísimo que te inyecta energía para toda la jornada. Lo que son las noches de chicas mirando películas y comiendo cochinadas. Las llamadas a todas horas, las confesiones, la mirada cómplice entre cientos de miradas.

Y los abrazos tienen nombre propio: Josi y Evelina. La una suiza, la otra finlandesa. Dos pilares del resto de mi vida. O, como mínimo, del resto de nuestros días en Koh Tao. Y habrá más, estoy segura. Pero ellas dos son las que han calado más profundo de momento. Otras y otros, están ahí ahi -Fabio, Tim, Catriona-. Preparando su abrazo verdadero. Y yo lista para recibirlo.