jueves, 8 de octubre de 2009

Ensayo sobre la pereza

Enric llegó desde Delhi para recordarme cuánto lo echaba de menos. Enric aterrizó en Koh Tao para enseñarme de nuevo que el escenario da igual cuando se trata de dos amigos compartiendo un rato. Enric se desplazó hasta mí para revelarme lo que es importante. Enric vino a traerme un poco de la Olga de antaño. Y no fue hasta entonces que caí en lo mucho que la había añorado.

Ahora me parece mentira pensar que un día, no hace tanto, existió una Olga que le sacaba 25 horas al día, 8 días a la semana y 366 días al año (367 los bisiestos). Que existía alguien que se llamaba como yo que trabajaba entre semana como redactora en un diario, que el fin de semana se sacaba un extra sirviendo copas en una discoteca, que estudiaba una segunda carrera y cursaba un posgrado dos tardes por semana. Alguien que, además, iba al gimnasio cada día, veía a sus amigos a menudo, tenía sus escarceos amorosos y siempre encontraba algún rato para dedicarse a sí misma. Alguien que disfrutaba con el estrés y con las manillas del reloj pisándole los talones. Alguien que adoraba los deadlines. Alguien al que la adrenalina de las prisas le recargaba las pilas.

Esa fui yo durante una larga etapa de mi vida. Lo fui, lo sé y, sin embargo, me cuesta reconocerme en esa imagen difuminada que ahora se me antoja tan lejana. Mi alter ego. Recuerdo que fui feliz así, que disfrutaba sintiéndome una superwoman capaz de todo, una mujer de su época -arrolladora, competente, polifacética-, el embrión de un mañana prometedor. Fui feliz hasta que dejé de serlo. Supongo que me quemé, que corrí demasiado, que, cierto día, aquella adrenalina de la que me alimentaba dejó de ser suficiente. Necesitaba más. Y el mismo motor que me había empujado desde siempre a hacer mil cosas diferentes, me instigó a dejarlo todo y sumarle emoción y dificultades a mi camino. Complicarme la vida con sonrisas, que diría Javier.

Lo hice. Y volví a ser feliz. Pero aquello también me acabó cansando. Me acostumbré a viajar. Y la incertidumbre del camino solitario que trazaron mis huellas a lo largo y ancho de Asia dejó de ser suficiente un buen día. Necesitaba un nuevo reto. Y desde entonces, hace casi un año, vivo dedicada al submarinismo en esta tranquila isla tropical donde la pereza se ha instalado por primera vez en mi vida. Adoro mi día a día -todos lo sabéis-, pero a veces me pregunto qué se ha hecho de esa chica emprendedora que jamás tenía suficiente, que podía enfundarse un traje para asistir a una reunión importantísima, un chándal para sudar el estrés en una clase de aeróbic o una minifalda para servir cubatas con una de sus mejores sonrisas. A veces me pregunto si soy la misma que siempre entregó sus artículos y trabajos puntualmente, la misma que se sacó dos carreras año por año, la misma cuya autodisciplina la llevó a aprovechar el tiempo al máximo. Hoy, cuando el simple hecho de comprar un frasco de shampoo puede estresarme y llevarme semanas… no puedo dejar de añorar algo de aquella joven Olga que siempre sabía el cómo, el dónde y el cuándo.

Parece ser que mi cuerpo vuelve a necesitar un nuevo reto. Y, esta vez, en lugar de romper con todo, quiero reconciliar mi presente con mi pasado. Recuperar las virtudes de aquella chica de veintipocos que se comía el mundo con lo mejor de esta mujer de veintimuchos que ha aprendido a disfrutarlo.