Yo
no quería gatos, mi chico quería uno y acabamos teniendo dos. La culpa la
tuvieron aquellas manchitas mal colocadas, aquel pelo enmarañado, aquellas
legañas que le impedían abrir sus ojos ambarinos de par en par. Lo vimos y nos
enamoramos de su imperfección. Habíamos llegado hasta aquella casa de l’Empordà
para recoger a un precioso gatito gris azulado y regresábamos a casa con los
dos, librando al que se debía quedar de un futuro incierto en un refugio de
animales. No hubo dudas, incertidumbre ni titubeos: los vimos, los tomamos en
brazos y los montamos en el coche rumbo a su nuevo hogar.
Los
bautizamos con nombres que se complementaran, que se necesitaran, cuyo
significado perdiera fuerza en ausencia del otro. Nunca imaginamos que lo que ha
acabado ocurriendo pudiera llegar a pasar. Los elegidos fueron Shakespeare y Newton,
en clara referencia a las tendencias académicas de sus padres -que no dueños,
nunca me ha gustado eso de ser propietaria de nadie.
Los
primero días trascurrieron con la permanente incógnita de cómo iban a ser.
Teníamos prisa por adivinar su carácter tras cada pequeño gesto. Y aunque el
aplomo y el aspecto saludable de Newton hicieran presagiar que el que iba a
llevar la voz cantante sería él, pronto descubrimos en Shakespeare a todo un
líder al que su hermano no iba a tener más remedio que obedecer. Y así fue. El
gatito flacucho, legañoso y débil poseía una personalidad absolutamente
arrolladora. Newton lo seguía a todos lados, lo imitaba, lo limpiaba a
lengüetazos de límpida adoración. Uno abría camino, el otro lo aprovechaba. Uno
descubría nuevas travesuras, el otro las aprendía. Aunque en honor a la verdad
debo decir que el precioso gatito gris azulado inició también algunos rituales
que, sin embargo, su hermano no siguió -un líder nunca sigue a nadie. Su
fijación por perseguir sombras o sus revolcones por el suelo ofreciendo la
panza a todo aquel que se preste a acariciarlo son solo algunos ejemplos.
Con
el paso de los días, Shakespeare se convirtió en un gato robusto y saludable.
Comía, comía mucho -de hecho una de las cosas que más le gustaban del mundo era
comer. Su recién estrenada fortaleza física lo condujo a explorar nuevos
rincones, a buscar más allá de las paredes de casa. Comenzó subiéndose al muro
de la terraza, continuó por pasearse a lo largo de la barandilla de nuestro
ático y acabó por cruzar a la casa del vecino jugándose el pellejo sobre el
vacío. En esto su hermano jamás lo siguió. Se limitaba a esperarlo a los pies
de la barandilla, junto a la mampara que separa ambas casas. Y cuando
Shakespeare se demoraba, venía a toda velocidad hasta nosotros maullando para
avisarnos de que el gatito blanco tardaba mucho en volver.
Shakespeare
trepaba a los árboles cuando estábamos en Tossa. Nos acompañaba cuando
paseábamos por el río. Perseguía insectos de verdad y ratas de goma. Le
encantaba esconderme el papel de liar bajo el sofá. Shakespeare se sentaba en
la alfombrilla del baño mientras nos duchábamos. Paseaba por los tejados.
Ronroneaba cuando comía, cuando lo llamabas, cuando le acariciabas la barriga. Ronroneaba
por todo. Me observaba desde el mármol de la cocina mientras lavaba la vajilla.
Se subía a la mesa cuando comíamos -pero nunca, jamás, tomó nada de nuestros platos.
Shakespeare destrozaba las plantas de la terraza y utilizaba los tiestos como
cajitas de arena natural. Se afilaba las uñas en el sofá y te miraba con cara
de no haber roto un plato. Jugaba con los cordones de mis pantalones de pijama.
Bebía directamente de los grifos, mordía las bolsas de basura, escalaba mi
albornoz hasta la capucha. Shakespeare dormía en su cestita y, a veces, subía a
nuestra cama para tumbarse en la almohada o acurrucarse a los pies. Por las
mañanas rascaba el armario para despertarnos y, cuando no nos levantábamos al
son que él marcaba, se liaba a tortas con el cuenco del agua. Shakespeare
hurgaba en la bolsa de la compra y se metía en la nevera. Rascaba la puerta del
baño para que lo dejara entrar. Jugaba con el rollo de papel de wáter desenrollando
decenas de metros por simple y llana diversión. Shakespeare amasaba la mantita
rosa del sofá. Se escondía en cajas de cartón, en los armarios, detrás del
espejo del comedor. Shakespeare se colocaba delante de la pantalla cuando
mirábamos un programa interesante en la televisión. Shakespeare abrazaba a su
hermano cuando dormía, me miraba con ojos de entender lo que le decía, se
tumbaba sobre mi chico para darle calor. Cuando llegábamos a casa, Shakespeare
bajaba corriendo las escaleras para recibirnos –eso cuando no estaba ya
esperándonos tras la puerta del recibidor. A Shakespeare le gustaban los
masajes y el yogurt. Y alargaba su patita para tocarnos la cara cada vez que lo
tomábamos en brazos –de todas, quizás es esta la imagen más certera que
conservo, la más tierna, la que me punza en algún punto entre el corazón y las costillas cada vez que me acuerdo de él.
Shakespeare
tenía una mancha en forma de corazón en un costado y otra con la silueta de
África en el opuesto. En las patitas, llevaba calcetines atigrados -desiguales, agujereados, encantadores. Su cara era preciosa. Las manchas que le
adornaban la nariz y la zona sobre el labio superior le endulzaban la expresión.
Sus ojitos, parcialmente cubiertos por un velo blanco, siempre consiguieron lo
que quisieron.
Sigue
aquí, aunque no lo veo. Está en su hueco del sofá, sobre el muro desde el que
miraba a la calle, en el cojín que utilizaba para dormir. Está, sobre todo, en
su hermano -en todas las travesuras y gestos que el precioso gatito gris azulado aprendió de él. Es una bonita
manera de que siga aquí.
Te
echamos de menos.