Tuve que hacer 139 inmersiones antes de ver a mi primer whale shark. Tenía una especie de gafe: siempre que estaba enferma o en el barco de la tarde, los que habían buceado por la mañana lo veían. Sin embargo, mi suerte cambió. Ya he visto seis; cinco de ellos en los últimos cinco días. Ahora soy una especie de talismán: si voy en el barco, hay tiburón.
Y los amo. Y es un amor correspondido. Un romance, una historia, un affaire. Se me ilumina la cara cuando los veo. Siento mariposas en la barriga. Me pongo nerviosa. No puedo dejar de sonreir. Y ellos se acercan a mi. Me buscan entre la multitud y se aproximan. Juegan. Buscan el momento en el que estoy sola para aparecer. Me quieren en la intimidad. Y yo a ellos.
PAZ. No existe una palabra que los describa mejor.
En apenas un mes mi vida se ha asentado -un poco más, si cabe- sobre la nube de arena y sal en la que vivo. Antes, aunque ya me consideraba habitante, lo era sólo a medias ya que mi futuro inmediato acababa con el final de mi DMT y la incertidumbre de si encontraría un trabajo o no. La situación estaba complicada –la crisis ha llegado también a Tailandia y estaba harta de ver a ex compañeros del curso pululando por la isla entregando currículums y sin recibir ninguna llamada- y yo ya empezaba a sopesar planes “B”. Pero contra todo pronóstico, todo salió bien. El día cinco acababa el curso y el seis ya me estaban contratando. Supongo que todo se reduce a estar en el lugar correcto en el momento adecuado -a eso y a tener colegas que hablen bien de una a sus jefes y que éstos se los crean-. En resumen, que como bien dice mi madre, yo no tengo una flor en el culo, sino un jardín.